¿Quién soy yo? (Resumen del Café Filosófico 14/3/13)

quien soy yojpgLa pregunta por uno mismo forma parte de las listas habituales de preguntas filosóficas. Pero sería un error considerar que siempre ha sido así. Hoy, para nosotros, qué soy, o quién, constituye, efectivamente, una preocupación clave. Pero esto es así desde el Renacimiento. Pensemos en el arte medieval, que no venía firmado, cuyo autor era un transmisor del genio de Dios.

Es la crisis de la cosmovisión medieval occidental la que pone en primer lugar la pregunta por el sujeto, y a este sujeto como objetivo fundamental de la vida. La creación de uno mismo deja de ser cosa de dioses, para ser la tarea fundamental a la que uno se ha de enfrentar. Quizás un exceso de responsabilidad, que unos han podido asumir dando lugar a la época de mayor creatividad cultural de la historia, pero del que otros han abdicado en perjuicio de su salud mental y de la de la sociedad en la que viven.

Pero… ¿no citaba Sócrates aquel oráculo, “conócete a ti mismo”? Cierto, pero Sócrates, o Platón, lo que querían encontrar en sí mismos era el rastro de aquello que, fuera lo que fuera, no eran ellos mismos, no eran sus limitaciones, no eran lo que hoy llamaríamos su subjetividad.

Ante toda esta tradición nos encontramos, pues, al dar comienzo al diálogo. Unos resaltan la importancia de buscarse y encontrarse, de saber lo que se es, quién se es (que parece que no necesariamente es lo mismo), y qué o quién desea uno hacerse. Sólo entonces adquirimos la consistencia suficiente como para relacionarnos con los demás.

Para otros, en cambio, sucede un poco a la inversa: es la interacción con los demás, la que nos pone en situaciones en que uno se hace, en las que uno toma las decisiones que le hacen ser de una u otra manera.

Esta disyuntiva constituye uno de los ejes del diálogo. El otro, se articula en torno a la cuestión de cuándo se constituye el sujeto. Para unos, en los primeros años, en el nacimiento, antes incluso, recibe uno las influencias fundamentales (genéticas para los más materialistas, afectivas o energéticas para los que lo son menos, etc.) que lo conformarán a lo largo de toda su vida. Para otros no, el sujeto se va formando a lo largo de toda la vida, y esa constituye su tarea fundamental.

Un tema tan profundo no ha podido dejar de ramificarse con frecuencia: el coordinador ha recordado al hombre artista de Nietzsche, un participante, erigido en espontáneo portavoz de las certezas de la ciencia, ha negado tajantemente la libertad del hombre para hacerse… Un diálogo, pues, de los más animados y diversos, a cuyo tema nadie ha podido sentirse ajeno.

¿Estamos creando personas sin valores?

valoresParece que la actualidad le marca el ritmo también a la filosofía, así que la pregunta del café de hoy, propuesta por los participantes del mes pasado, parece surgida del asombro ante la realidad con que los periódicos nos hacen desayunar cada mañana.

¿Es, pues, la falta de valores la causa del desaguisado? Y, si es así, ¿quién omitió la tarea de promoverlos? ¿Quiénes son los que no los poseen? Preguntas que han llenado hasta el tope, otra vez, la sala que ocupamos.

Para variar, el coordinador ha introducido brevemente los términos en que se plantea la cuestión. La investigación de los valores, como es sabido, ha preocupado a la filosofía desde Platón.  Él es el primero que pone en primer plano la cuestión de  qué nos hace actuar como lo hacemos, y lo hace en diálogos en los que precisamente compara la valoración que hacemos de los distintos fines de nuestras acciones y de las diferentes cualidades de nuestros congéneres y de nosotros mismos.

¿Valorar? Parece que esto suena muy contemporáneo, en tiempos de crisis. Efectivamente, no debe ser casualidad que plantear nuestras metas en términos de valor coincida con la eclosión de la economía mercantil en Grecia. No es esa cuestión histórica la que nos trae hoy aquí, pero de aquellos barros estos lodos, quizás esa manera occidental de plantear las cosas sea la causa de que hayamos acabado por subordinar los valores éticos, o morales, a la economía.

Y es que esta distinción es lo primero que tenemos que llevar a cabo, y también la primera que ha dividido desde el principio a los participantes en el café. Para unos, los valores son el producto de una tradición en la que las familias, según unos, o la escuela, según otros, deben educar. Para otros, el producto de la reflexión personal, del autoconocimiento. Lo que debe transmitir la escuela, para éstos, es la importancia de ocuparse de uno mismo, de conocerse y encontrar las propias metas y valores.

Por estos dos caminos paralelos ha ido transitando el diálogo, pero dos caminos con puntos de cruce. Si hoy se echan de menos los valores, y si éstos son de algún modo causa de la situación sociopolítica actual, parece desde una y otra postura se asocia con una tentativa de ciertos poderes dominantes de eliminar de la vida pública aquellos que puedan poner en cuestión sus modos de imponerse en el poder. Ahora bien, también desde ambas posturas ha habido quien cuestione que lo que vivamos hoy sea una crisis de valores. ¿Estaban más presentes en el pasado? ¿Cuándo, durante nuestra Guerra Civil? ¿Durante el Holocausto? ¿En la antigua Roma?

Como otras veces, el coordinador termina el café con un sumario de las diferentes posturas planteadas, y destacando cómo, independientemente de lo que se haya dicho, al menos durante estas dos horas de café han habido algunos valores espontáneamente compartidos por todos: los relativos al diálogo y a la pasión por compartir la reflexión.

El mes que viene decidimos volver a encontrarnos preguntándonos, sencillamente (o no): ¿Quién soy yo?

¿Para qué educar? Resumen del Café Filosófico Filomania 10/1/13

318524_430191870387370_513695163_nEl hecho de estrenar ubicación invita a realizar esta vez una presentación doble: del café filosófico como tal, y, como es habitual, del tema que nos ha reunido hoy.

Respecto a lo primero, recordamos que el café filosófico es una iniciativa surgida en el seno del Mayo del 68 francés. Los estudiantes y parte del profesorado universitario consideraron que era preciso conectar la universidad con la calle. Por lo que respecta a la filosofía, esto significaba precisamente recuperar sus raíces, recuperar aquella actividad dialógica que, a través de Sócrates, ligó definitivamente su destino al de la cultura occidental.

Pero las plazas de París no eran el Ágora de Atenas. Como las de cualquier ciudad moderna, ya eran más bien un lugar de paso que uno apropiado para detenerse a charlar, para lo que parece que  hoy preferimos sentarnos en torno a la mesa de un café. Esto parecía convertir estos establecimientos en el entorno idóneo para recuperar el diálogo socrático, denominado ahora Café philo. A diferencia de una tertulia convencional, o un debate televisado, en el Café filosófico no se va a defender o persuadir a nadie de postura alguna, sino a compartir tanto lo que uno cree saber  como lo que ignora; se trata de tomar parte en una reflexión conjunta que amplíe la perspectiva de todos los participantes, y que aumente su capacidad de abordar el tema tratado sin prejuicios y con mayor disposición a generar nuevas maneras de pensarlo.

La segunda presentación ha consistido en una breve perspectiva histórica sobre el tema que nos ha reunido. Hoy, nadie discute que la educación constituye un derecho universal, sin embargo esta idea es moderna. La escolarización universal data de la Ilustración y fue llevada a la realidad por primera vez por la República surgida de la Revolución Francesa. Esto hace surgir una pregunta: si hasta la Edad Moderna la educación recibida por un individuo vino siempre determinada por el puesto que le estaba reservado en la sociedad (así, se educaban los hijos de la aristocracia o los candidatos a la vida religiosa), ¿para qué educa la escolarización universal?

Sin necesidad de aportar testimonios de las grandes polémicas que en torno al tema se han desarrollado a lo largo de los últimos tres siglos, durante el café los participantes han tendido a alinearse espontáneamente en torno a las dos posturas históricamente más relevantes: una, aquella que justifica la educación universal en una serie de derechos y fines propios de todo ser humano en tanto que tal. La otra, más escéptica, que sospecha que esa educación universal lo que pretende es uniformizar a los ciudadanos y convertirlos en piezas eficaces de la gran maquinaria de la producción industrial.

Siempre vertebrada en torno a estos dos extremos, la charla ha ido repasando las implicaciones de uno u otro en las diferentes dimensiones de la educación: así, hay quien destaca la importancia de educar en la empatía y la sociabilidad, mientras que hay quien considera más importante desarrollar la capacidad de conocerse a sí mismo y, en cierto modo, educarse. Educar en una moral común, religiosa o no, es un fundamento irrenunciable para unos, mientras que otros consideran más importante la capacidad de establecer cada uno sus principios éticos propios, desde los que pactar en todo caso con los de los demás.

Lo que ha quedado claro es que el tema apasiona y que, sea cual sea la postura mantenida, todos los participantes han intervenido desde la conciencia contradictoria de deber mucho a la educación que han recibido  y, a la vez, experimentar una cierta insatisfacción por la dificultad de liberarse de aquellos aspectos en que sienten que ésta les ha limitado. En todo caso, parece que todos hemos compartido durante un par de horas la tarea de asumir activamente esa herencia, y la conciencia de que siempre está en nuestras manos decidir si la aceptamos y qué hacemos con ella.

¿Para qué educar? Jueves 10/1/13 en El Corte Inglés

318524_430191870387370_513695163_nUna pregunta sencilla, pero sólo aparentemente. No siempre le dedicamos el suficiente tiempo. O quizás nos conformamos con las respuestas aprendidas. ¿Para qué educar? no se refiere sólo a los objetivos de la actividad educativa ni a los medios para conseguirlo. Tampoco es una cuestión de niños. Una vez más, nos encontramos ante una de esas preguntas que nos enfrentan ante qué somos y cómo nos relacionamos con los demás. Porque si hay una cosa que sí sabemos de entrada es que hoy, en nuestra cultura, la educación institucional constituye nuestro primer ámbito de integración en la sociedad.

Pero… ¿ha sido siempre así?

¿Qué es ser inteligente? (Resumen del Café Filomanía, 13/12/12)

HotelCB_dic.2012La inteligencia parece un concepto clave en la noción que tenemos de nosotros mismos, y también en la de lo que esperamos de los otros. Valoramos la cultura porque nos hace inteligentes; la mesurabilidad cuantitativa del coeficiente intelectual permite asignarnos un número con el que identificarnos; los videojuegos se justifican por su capacidad de estimular esta o aquella dimensión de la inteligencia; en los anuncios de contactos se la prioriza en la lista de cualidades que debe satisfacer el candidato a una relación sentimental e incluso, en un esfuerzo desesperado, se la presuponemos a los profesionales de la política.

Pero no siempre ha sido así. De hecho, si volvemos la vista atrás en la Historia, comprobaremos que en ninguna época la inteligencia, tal como la concebimos hoy, ha encabezado las listas de virtudes que constituyen nuestra racionalidad. Para los griegos, aquello que más se correspondería con nuestra capacidad de comprender y manipular la realidad (sea la que hoy llamamos «física» o la que llamamos «emocional») ocupaba un lugar subsidiario de lo que llamaron nous, que se aproximaba más a una serena conciencia ética que a nuestra comprensión activa del entorno inmediato. Podría decirse que se primaba el «saber estar en el mundo» sobre un «saber entenderlo y transformarlo». Una primacía que llegó, bajo diversas formas conceptuales, hasta la Ilustración, que decidió, o sintió, que dejaba de estar bien en este mundo y que todos los esfuerzos de nuestra razón se tenían que orientar, precisamente, a transformarlo (y para ello entenderlo en su detalle), lo que nos llevó a consecuencias que arrastramos hoy, pero que serían en todo caso tema de otro café.

Tras esta presentación se inicia nuestro diálogo y, a la pregunta sobre la inteligencia, se responde que es «capacidad de cálculo», «capacidad de adaptarse», y «capacidad de dominar las emociones». Entonces el coordinador plantea cómo podría «medirse» todo eso, y aparece la duda acerca de nuestra compulsión a cuantificarlo todo. Poco a poco se va relacionando esta necesidad con la de «etiquetar» a las personas, y de etiquetarnos incluso a nosotros mismos. Un participante, buscando un criterio de valoración distinto, aporta una dimensión nueva al debate: el criterio, dice, de valoración de la inteligencia, sólo puede ser uno mismo. Pero entonces, concluye, uno se ha de conocer primero a sí mismo.

Evitamos entrar en la cuestión de qué es uno mismo y cómo se conoce, porque ya ha sido objeto de cafés anteriores. Pero sí que exploramos las nuevas dimensiones que la perspectiva aportada ofrece a la cuestión que nos ocupa hoy: puesto que ese proceso de autoconocimiento nos lo representamos, en principio, como imposible de concluir, bien podría ser que la propia capacidad de ocuparse uno en eso, en conocerse, pudiera constituir por sí mismo un criterio apropiado de valoración de la inteligencia de cada cual.

Esta nueva perspectiva da lugar a la constatación de que muchas actitudes que hasta ahora dábamos por «inteligentes» resultan ser un impedimento para desarrollar una inteligencia así concebida: así ocurre con el progreso de la técnica, que bien puede alejarnos de nosotros mismos, más que acercarnos, como pone de manifiesto un participante cuando aporta el ejemplo del reloj, que en lugar de medir nuestro tiempo, nos impone el suyo (como relata magistralmente Cortázar en sus Instrucciones para dar cuerda a un reloj). O con el saber, cuando se lo entiende como acumulación de información, puede fácimente convertirse en mera acumulación de prejuicios que nos impiden ver las cosas como se manifiestan por sí mismas  (La inteligencia es la incomprensión de la vida, escribió Bergson).

Ante tanto obstáculo, la inteligencia se nos empieza a presentar como algo esencialmente relacionado con la capacidad de liberarse de ciertas cosas. Ahora bien, ¿cómo se alcanza esa perspectiva? ¿Cómo se hace uno lo suficientemente libre como para ser inteligente? ¿No sería esa la misión de la educación? Estamos ya en la recta final del café, y aunque hay consenso en torno a qué es lo que esperaríamos de la educación, lo hay también en torno a la constatación de que la educación efectivamente recibida parece que tiende más a consolidar los obstáculos mencionados que a librarnos de ellos. Así que decidimos dedicarlle el próximo café: ¿Para qué educar?

¿Y qué pasa con la inteligencia? Pues que, como suele ocurrir, no hemos conseguido responder a la pregunta. Pero de lo que sí tenemos certeza es de que estas dos horas de diálogo nos han hecho a todos un poco más inteligente.

HotelCB_dic.2012¡oh inteligencia, soledad en llamas!

que lo consume todo hasta el silencio,
sí, como una semilla enamorada
que pudiera soñarse germinando,
probar en el rencor de la molécula
el salto de las ramas que aprisiona
y el gusto de su fruta prohibida,
ay, sin hollar, semilla casta,
sus propios impasibles tegumentos.

¡Oh inteligencia, soledad en llamas
que todo lo concibe sin crearlo!
Finge el calor del lodo,
su emoción de substancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo
de los luceros llora,
mas no le infunde el soplo que lo pone en pie
y permanece recreándose a sí misma,
única en Él, inmaculada, sola en Él,
reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte
—oh inteligencia, páramo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado;
como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslabones
que apenas se apresura o se retarda
según la intensidad de su deleite;
abstinencia angustiosa
que presume el dolor y no lo crea,
que escucha ya en la estepa de sus tímpanos
retumbar el gemido del lenguaje
y no lo emite;
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, con su dios estéril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne,
sin admitir en su unidad perfecta
el escarnio brutal de esa discordia
que nutren vida y muerte inconciliables,
siguiéndose una a otra
como el día y la noche,
una y otra acampadas en la célula
como en un tardo tiempo de crepúsculo,
ay, una nada más, estéril, agria,
con Él, conmigo, con nosotros tres;
como el vaso y el agua, sólo una
que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.
¡ALELUYA, ALELUYA!

Muerte sin fin, Jorge Gorostiza