
Judío norteamericano e hijo de supervivientes de los campos de concentración nazis, el libro denuncia el uso financiero que los dirigentes de la comunidad judía de su país ha hecho del «holocausto nazi», objeto de estudio historiográfico a distinguir del «Holocausto», con mayúscula y sin adjetivos: una media verdad que la Organización Judía Mundial (comandada desde los Estados Unidos) ha difundido a fin de chantajear a la banca suiza para obtener fondos que, si bien reclamó en nombre de los supervivientes todavía vivos, ha sustraído a sus destinatarios para financiar sus propios proyectos propagandísticos, que le permiten extender su chantaje a otros países como Alemania y Polonia, pero nunca a Israel ni a los propios Estados Unidos.
El libro, por supuesto, fue vapuleado por casi todos los medios estadounidenses, que prácticamente lo alinearon con las tesis negacionistas de David Irving, obteniendo «solo» la aprobación de máximas autoridades en la historia del holocausto nazi, como es Raul Hilberg.
Según el autor, nadie, empezando por la propia comunidad judía norteamericana, prestó la menor atención al holocausto nazi, ni a la supervivencia de Israel hasta los años 70. Fue entonces cuando dicho país mostró músculo militar ante los países árabes, y se reveló como un utilísimo aliado de los EE.UU. en la zona. A fin de encontrar una justificación moral y política a la política de ocupación de territorios y de expulsión de los palestinos, la citada Organización Judía Mundial echó mano de la memoria del holocausto. Pero, al hacerlo, reconstruyó esa memoria, configurando un nuevo Holocausto, que presenta unas características peculiares.
La primera es su carácter único: no ha habido en toda la historia de la humanidad un genocidio comparable al judío: ni por los métodos, ni por su importancia numérica relativa, ni por su importancia cultural. Resulta, pues, una falta de respeto a la memoria de las víctimas comparar ese Holocausto a los genocidios de los indígenas de Norteamérica, de los negros esclavizados, de los armenios en Turquía, o los ocurridos en Vietnam, Corea, Indonesia, Congo… Esto tiene consecuencias financieras y legales. Aplicando los mismos argumentos para reclamar indemnizaciones por todos los expolios a judíos durante la Segunda Guerra mundial, no solo resultarían afectadas las cuentas inactivas de víctimas que en el año 2000 todavía custodiaban los bancos suizos. Sino que cuentas así existían también en Francia y Estados Unidos e Israel. Francia se escudó en la protección de datos y resolvió judicialmente el caso con una indemnización simbólica a las organizaciones judías. Estados unidos lo hizo igualmente con una indemnización todavía más insignificante. Y la propia Israel no ha abordado nunca el problema, considerándose quizás la legítima depositaria de esos bienes.
El autor se atreve a ir todavía más allá del holocausto nazi y preguntarse qué pasó, por ejemplo, con las indemnizaciones legales a los indígenas norteamericanos a quienes se confiscaron las tierras, para darse cuenta de que los acusadores de las prácticas suizas aplican en ese caso un criterio diferente, según el cual las generaciones posteriores no pueden cargar con la responsabilidad de lo que hicieron sus antepasados.
Otra característica del Holocausto es la colectivización de la víctima. Es decir, el objeto del genocidio no son individuos, sino al pueblo judío. Así pues, el dinero obtenido de los bancos en concepto de indemnización no se ha de destinar a la solución de problemas individuales (p.ej. a la mejora de las condiciones de vejez de los supervivientes que carecen de seguro médico en los EE.UU.), sino a la difusión del Holocausto y al aumento de la presencia judía en el mundo, tanto a través del asentamiento de comunidades como del establecimiento de entidades de divulgación del Holocausto.
Otra característica es que, que a fin de aumentar el rendimiento de las reclamaciones financieras, el número de supervivientes al Holocausto supera con creces al de supervivientes al holocausto nazi, establecido por los historiadores serios. Pero esto ha tenido un efecto paradójico, ya que inflar la cifra de supervivientes implica disminuir la de víctimas mortales, dando así argumentos a los negacionistas del holocausto nazi. Este falseamiento de testimonios y documentos necesario para alterar dichas cifras desprestigia en general la historiografía del holocausto nazi y contribuye, pues, a la causa del negacionismo, muy hábil y persistente en su búsqueda de contradicciones en las pruebas documentales del genocidio judío. También y con el mismo fin se ha ampliado el concepto de víctima hasta trivializarlo. Si no fuera por lo dramático del contexto, casi mueve a risa ver como el superviviente ha ido pasando de ser aquél que salió con vida de un campo de exterminio, a prácticamente ser aquél que, sin haber pisado nunca uno, hubiera sido susceptible de ser internado en él. De este modo, «supervivientes» se ha llegado a decir que son todos los judíos rusos (porque en caso de victoria nazi habrían acabado en la cámara de gas) o los judíos norteamericanos en edad militar (porque en caso de haber luchado en Europa y haber sido hechos prisioneros… etc.). O a los descendientes, en razón a los traumas psicológicos que la investigación actual muestra que se sufren hasta la tercera generación.
Para el lector no especializado el libro resulta excesivamente prolijo en datos y seguimiento de los procesos judiciales, pues dedica la mayor parte de sus páginas a documentar el proceso seguido contra los bancos suizos. Pero para los que seguimos viendo en el holocausto nazi un afloramiento del mal radical al que interrogar una y otra vez en busca de una respuesta que nos haga, al menos, un poco más humanos; un acontecimiento del que ninguna teoría es capaz de dar razón, supone un baño de realidad. Porque ahora mismo ese mal aflora también bajo otras formas, a veces buscando legitimación en el mal sufrido por los antepasados.
Existe una videorreseña de Pablo Iglesias en La Tuerka:
https://www.akal.com/libro/la-industria-del-holocausto_34967/