Para entender por qué nos quitan el estado de bienestar hay que saber primero por qué nos lo habían dado. Intentemos resumirlo:
(o escúchalo en Ricoalcuadroado)
En Europa, y en los países del sur en particular, estamos siguiendo un rápido curso de termodinámica popular. Estamos aprendiendo, no sentados en un aula, sino en nuestro día a día, que para construir algo se precisa una inversión de energía incomparablemente mayor que la que se precisa para su destrucción, que es simplemente cero. En un solo año España ha vuelto a niveles de servicios sociales de hace diez, y parece que esto no ha hecho más que empezar.
Naturalmente hemos pasado, fácilmente, de la sospecha a la certeza de que la crisis del crédito constituye una herramienta de las multinacionales financieras para forzar la “privatización”, o sea, la reventa a precio de saldo de las infraestructuras construidas durante años con fondos públicos. Desde esta perspectiva, la construcción del llamado “Estado del Bienestar” (categoría a la que, por cierto, en España supimos que pertenecíamos cuando nos dijeron que ya no se podía mantener) adquiere otro sentido.
La versión oficial podría resumirse así: “Escarmentada por las devastadoras guerras a que el descontento social había abocado a Europa, la clase política se convenció de que el Capitalismo sólo podía mantenerse si garantizaba unas condiciones vitales mínimas que evitaran el descontento y la revolución, así como un cierto superávit en las economías domésticas que propiciara el consumo.” Esta narración de los hechos resulta verosímil, pero obvia un elemento clave de la economía del S.XX, precisamente el que ha entrado en crisis ahora: el endeudamiento.
Lo que ha alimentado la economía europea, ya desde principios del pasado siglo, no es el consumo proveniente del salario sobrante, sino el crédito privado. Mi trabajo alienado se justifica, no por lo que me puedo comprar con mi sueldo, sino con lo que me presta el banco contra la garantía de mi sueldo futuro. Esto, la deuda, es lo que me atará de por vida a mi trabajo, porque si yo sólo consumiera gastando lo que me sobra, sin contraer deudas, podría ocurrir, ¡oh peligro para la producción compulsiva!, que un cambio personal de valores, por ejemplo, me llevara a reducir mis necesidades de consumo, y reducir en consecuencia mi dependencia del trabajo por cuenta ajena. Este mecanismo supera admirablemente la contradicción inherente a la economía capitalista: ha de proporcionar a los ciudadanos la sensación de que extraen un provecho de su trabajo, sin que, por otra parte, ese provecho sea algo que deban gestionar de una manera autónoma (en términos técnicos: han de manejar dinero y bienes, pero sin llegar a poseerlos). La solución, como hemos indicado, es el endeudamiento.
Pero, ¿no previeron que llegaría un día en que el endeudamiento es tal que anule la capacidad del ciudadano de endeudarse más y se desvanezca, así, la ilusión? Naturalmente. Ahí está el papel de la llamada “Cooperación Internacional”, cuya misión consiste, salvo honrosas excepciones, en exportar el modelo del endeudamiento privado (los pérfidos “microcréditos” que tan buena prensa tienen entre el subvencionado mundo de las ONG).
¿Y qué pasa si, finalmente, los antiguos deudores no pagan? Poca cosa, porque la espiral de la deuda ha producido, entre tanto, un crecimiento tan desproporcionado del precio de los bienes (aquí: burbuja inmobiliaria, en otros lugares especulación con los cereales, el petróleo…) que están pagados de sobra sin que, por otro lado, llegue a extinguirse el compromiso de seguir pagando, que es lo que aquí realmente importa.
Henrik Hdez.-Villaescusa Hirsch
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