La inteligencia parece un concepto clave en la noción que tenemos de nosotros mismos, y también en la de lo que esperamos de los otros. Valoramos la cultura porque nos hace inteligentes; la mesurabilidad cuantitativa del coeficiente intelectual permite asignarnos un número con el que identificarnos; los videojuegos se justifican por su capacidad de estimular esta o aquella dimensión de la inteligencia; en los anuncios de contactos se la prioriza en la lista de cualidades que debe satisfacer el candidato a una relación sentimental e incluso, en un esfuerzo desesperado, se la presuponemos a los profesionales de la política.
Pero no siempre ha sido así. De hecho, si volvemos la vista atrás en la Historia, comprobaremos que en ninguna época la inteligencia, tal como la concebimos hoy, ha encabezado las listas de virtudes que constituyen nuestra racionalidad. Para los griegos, aquello que más se correspondería con nuestra capacidad de comprender y manipular la realidad (sea la que hoy llamamos «física» o la que llamamos «emocional») ocupaba un lugar subsidiario de lo que llamaron nous, que se aproximaba más a una serena conciencia ética que a nuestra comprensión activa del entorno inmediato. Podría decirse que se primaba el «saber estar en el mundo» sobre un «saber entenderlo y transformarlo». Una primacía que llegó, bajo diversas formas conceptuales, hasta la Ilustración, que decidió, o sintió, que dejaba de estar bien en este mundo y que todos los esfuerzos de nuestra razón se tenían que orientar, precisamente, a transformarlo (y para ello entenderlo en su detalle), lo que nos llevó a consecuencias que arrastramos hoy, pero que serían en todo caso tema de otro café.
Tras esta presentación se inicia nuestro diálogo y, a la pregunta sobre la inteligencia, se responde que es «capacidad de cálculo», «capacidad de adaptarse», y «capacidad de dominar las emociones». Entonces el coordinador plantea cómo podría «medirse» todo eso, y aparece la duda acerca de nuestra compulsión a cuantificarlo todo. Poco a poco se va relacionando esta necesidad con la de «etiquetar» a las personas, y de etiquetarnos incluso a nosotros mismos. Un participante, buscando un criterio de valoración distinto, aporta una dimensión nueva al debate: el criterio, dice, de valoración de la inteligencia, sólo puede ser uno mismo. Pero entonces, concluye, uno se ha de conocer primero a sí mismo.
Evitamos entrar en la cuestión de qué es uno mismo y cómo se conoce, porque ya ha sido objeto de cafés anteriores. Pero sí que exploramos las nuevas dimensiones que la perspectiva aportada ofrece a la cuestión que nos ocupa hoy: puesto que ese proceso de autoconocimiento nos lo representamos, en principio, como imposible de concluir, bien podría ser que la propia capacidad de ocuparse uno en eso, en conocerse, pudiera constituir por sí mismo un criterio apropiado de valoración de la inteligencia de cada cual.
Esta nueva perspectiva da lugar a la constatación de que muchas actitudes que hasta ahora dábamos por «inteligentes» resultan ser un impedimento para desarrollar una inteligencia así concebida: así ocurre con el progreso de la técnica, que bien puede alejarnos de nosotros mismos, más que acercarnos, como pone de manifiesto un participante cuando aporta el ejemplo del reloj, que en lugar de medir nuestro tiempo, nos impone el suyo (como relata magistralmente Cortázar en sus Instrucciones para dar cuerda a un reloj). O con el saber, cuando se lo entiende como acumulación de información, puede fácimente convertirse en mera acumulación de prejuicios que nos impiden ver las cosas como se manifiestan por sí mismas (La inteligencia es la incomprensión de la vida, escribió Bergson).
Ante tanto obstáculo, la inteligencia se nos empieza a presentar como algo esencialmente relacionado con la capacidad de liberarse de ciertas cosas. Ahora bien, ¿cómo se alcanza esa perspectiva? ¿Cómo se hace uno lo suficientemente libre como para ser inteligente? ¿No sería esa la misión de la educación? Estamos ya en la recta final del café, y aunque hay consenso en torno a qué es lo que esperaríamos de la educación, lo hay también en torno a la constatación de que la educación efectivamente recibida parece que tiende más a consolidar los obstáculos mencionados que a librarnos de ellos. Así que decidimos dedicarlle el próximo café: ¿Para qué educar?
¿Y qué pasa con la inteligencia? Pues que, como suele ocurrir, no hemos conseguido responder a la pregunta. Pero de lo que sí tenemos certeza es de que estas dos horas de diálogo nos han hecho a todos un poco más inteligente.