Cuando charlamos, las palabras designan cosas. Pero cuando hablamos, designan vacíos. Este uso es el más propio del lenguaje, todo lo demás lo podemos conseguir por otros medios. Por eso el habla está reservada a esos momentos en que nos hacemos capaces de habérnoslas con la angustia.
¿A qué servicio se pone entonces la tarea de traducir? ¿Al de la angustia productiva, ocupándose de que en la nueva lengua el texto no pierda la capacidad de suscitarla en el lector que sólo en la traducción puede acceder al texto? ¿O no resultará frecuente que la traducción aproveche para elegir unos términos más confortables, convirtiendo así el habla del original en una agradable charla intelectual?
Estos son los temas que, con la ayuda del estudio freudiano de la noción de Unheimlichkeit (y de una consideración de la imposibilidad de verterla al castellano) tuve la oportunidad de poner sobre la mesa en el Congreso Pensar la traducción: la filosofía de camino entre las lenguas, celebrado en la Universidad Carlos III de Madrid, en una ponencia titulada La traducción filosófica como fuente de angustia.