Acudimos al médico aquejados de algún mal y esperamos que el médico, tras su examen, emita un diagnóstico. El diagnóstico es el nombre de lo que nos pasa, es lo que nos da carta de naturaleza ante el sistema sanitario y ante los demás como pacientes. Sin diagnóstico devenimos sospechosos, raros como la enfermedad que padecemos (o simulamos, o alucinamos).
Ahora bien, ¿no será condición de la cura de toda enfermedad que se la reconozca como rara, singular, propia, mía?¿Cómo asumir la responsabilidad en la superación de un mal que es, como su nombre (su diagnóstico), de todos? La generalización del diagnóstico parece perseguir más el conocimiento de la enfermedad que el conocimiento del enfermo.
Pero es difícil pensar una medicina que prescinda del diagnóstico. El diagnóstico es el lenguaje en que los médicos se comunican, el lenguaje en que hablamos de lo que nos pasa. Quizá el asunto esté en qué uso le demos a ese lenguaje. A lo mejor, junto a su uso científico, técnico, quepa un uso poético del diagnóstico, aquel en el que se utiliza no para cerrar la cuestión de qué nos pasa, sino para abrir la de quién es ese al que le pasa eso.